DISEQUILIBRIUMS. Los Individuos. Capítulo 5

CAPÍTULO 5
Jueves, 15 de diciembre
Hora: 09:00

Sofía

No duro ni cinco minutos con el brazo de Erik sobre el hombro porque, mientras bajamos por la calle Joaquín Costa hacia la plaza de los Sitios, vemos a lo lejos a los otros compañeros con los que hemos quedado a la entrada del Museo Provincial.

Me suelto rápidamente de Erik. Eso ya no podía ser. Una cosa es ir de la mano si nadie me conoce y otra diferente hacerlo delante de los compañeros, sobre todo de David que lo conozco desde hace años, y en los últimos meses se ha comportado un poco raro conmigo. No sé qué le pasa, aunque tampoco me preocupa, tengo demasiadas cosas en la cabeza.

Samuel, el quinto compañero que fue incluido en el grupo no podrá venir a la visita de hoy. Me mandó un mensaje al móvil para decirme que está en casa con fiebre. ¡Qué fastidio! Es un tipo muy especial, en clase casi no lo acepta nadie, pero me apetecía mucho hacer este trabajo con él. Espero que se incorpore en la siguiente visita que organicemos para esto que estamos haciendo juntos.

—¡Menudo día! —dice Erik en su típico acento sueco cuando nos acercamos. Elsa y David nos esperan sentados en el banco de la plaza en que habíamos quedado. Los dos tienen los pies apoyados en el asiento.

—¡Típico día de cierzo, como siempre en esta época! —suelta David con un tono que creo a nadie nos parece de simpatía, que incluso reprocho con la mirada.

Erik y yo nos sentamos también en el banco, mientras miro de reojo a David por su comentario tan desafortunado.

—¿Sabéis cómo está la profe de Historia? —pregunta Elsa al tiempo que nos acomodamos.

Nadie le responde.

Recordar lo del martes en clase resulta desagradable. Después de que le comenzara a salir sangre del oído, le ayudaron a sentarse bien. Se limpió la cara con un pañuelo que le ofreció el chico de rizos de la primera fila y cuando comprobó que ya no sangraba, nos dijo que nos organizaría por equipos de cinco, y que cada equipo tenía que coger una hoja de las que había en su mesa con las instrucciones que había traído preparadas de casa.

Nadie hablaba, todos la mirábamos.

—Esta mañana mi madre ha llamado al instituto y le han dicho que está bien, pero se ha quedado en casa. —Nos sorprende a todos David con el comentario.

Nos obligó a irnos del aula en cuanto sonó la sirena del cambio de clase. Mientras salíamos entraba la compañera que había ido a avisar al director del instituto. Les acompañaba la enfermera.

Lo siguiente que supimos ayer fue tras la clase de Historia cuando el tutor se quedó con nosotros, y nos comentó que la profesora de la asignatura se había quedado en casa. Nos dijo que estaba mareada y no podía andar, pero que el médico que la había revisado dijo que en un par de días se le pasaría y la tendríamos de nuevo por clase.

Nos quedamos todos conformes con la explicación, aunque el color de la sangre no creo que lo pudiéramos olvidar sencillamente. El profesor nos leyó las instrucciones y la composición de los grupos que le había dado la profesora por teléfono, así que nos pusimos todos con el nuevo trabajo.

—¿Por qué nos ha elegido a nosotros y a Samuel la profesora para hacer el trabajo? —sigue Elsa con las preguntas.

David responde inmediatamente:

—Porque le caemos bien.

Consiguió que todos nos riéramos un rato. «Ya ha vuelto a ser el tío simpático de siempre». Porque lo cierto era que no parecía un regalito el trabajo que nos había mandado la señorita Barbie… Con lo que le ha pasado, creo que será mejor dejar de llamarla así… Tras la explicación antes de ayer en clase del Cardus, el Decumanus y la historia romana de la ciudad, el papel con las instrucciones nos obligaba a trabajar en grupos de cinco para preparar un trabajo de al menos treinta páginas. Tenía que estar bien documentado para finalmente exponerlo al resto de la clase en tan solo veinte minutos. A nosotros nos había tocado analizar todo lo que pudiéramos sobre el cruce del Cardus y el Decumanus.

Consiguió que nos interesáramos durante la clase, pero de ahí a tener que hacer semejante trabajo, cambia bastante la situación.

—Os confieso —comienza Elsa hablando— que a mí en el fondo me apetece este tema. Eso de la ciudad sagrada de la antigua Roma al principio me parecía una memez, pero todo lo que contó después me pareció impresionante. Imaginaos que todo eso sea verdad y que realmente hicieron que esta ciudad fuera así.

—Soy bastante incrédula ante ese tipo de cosas —comento—, pero a la vez reconozco que antes de ayer me llamó mucho la atención lo de la geometría.

Me parece notar como una sonrisa en la cara de David. Aunque no le veo la gracia al comentario.

—Pregunté en casa por la noche —Erik comenta con la mirada perdida en la plaza— y nadie de mi familia sabía nada de los romanos o ciudades sagradas. Mi padre sí dijo que sabía lo del Cardus y el Decumanus. Pero la verdad es que me sentí un poco raro comentando lo de la ciudad sagrada.

Seguimos sentados en el banco enfrente del Museo Provincial esperando a que lo abran. Papá siempre nos traía a ver todos los monumentos de la ciudad, pero las dos veces que vinimos a este, estaba cerrado. Recuerdo que nos contó que es una construcción antigua de estilo neorrenacentista construido para la Exposición Hispano—Francesa de 1908 con motivo del primer centenario del hecho histórico ocurrido en la ciudad. Está ubicado en uno de los laterales de la plaza de los Sitios donde estamos y, según decía mi padre, muy bien preparado para visitas.

Esta plaza, de forma rectangular, tiene muchos árboles, juegos infantiles y un monumento en el centro. Además, hay varios bancos bien situados desde donde se puede tener una buena visión de lo que ocurre alrededor.

Alguien podría decir que la plaza tiene vida. Por las mañanas se pueden ver personas mayores de paseo o disfrutando sentadas en los bancos. Por las tardes suele estar muy animada con padres y madres dejando jugar a sus hijos pequeños en los columpios; y al final de la tarde, principalmente los fines de semana, somos los de nuestra edad los que ocupamos diversos espacios como punto de encuentro para charlar. Se ha hecho como una costumbre, casi todos los sábados por la tarde estamos en este lugar para algo totalmente diferente a lo que hemos venido esta mañana ¡Si estos árboles hablaran me pregunto cuántas cosas podrían contar!

Mientras miro hacia los columpios para niños, ahora vacíos dado que es horario escolar, recuerdo que cuando todavía no había nacido la pequeña, mamá nos traía a mi hermano y a mí a jugar aquí.

Se me pone piel de gallina al recordar la primera vez que me enseñó a columpiarme. Habíamos venido ella y yo solas. Al principio lo veía imposible, pero no sé si fue mi esfuerzo y persistencia o la paciencia de mamá que consiguió que el primer día llegara a empujarme yo sola y «poder volar» en el columpio, como decíamos cuando éramos niños. Al final de aquel día me elevaba casi por encima del palo travesaño. Parecía que iba a dar la vuelta, era emocionante. Mamá me miraba orgullosa, a diferencia de otras que gritaban histéricas a sus hijos para que no fueran tan alto.

Yo me sentía poderosa, por encima de todo y todos.

Sobre todo porque era una niña y esperaba el día que no tuviera que estar levantando el cuello para hablar con los mayores. Ese día había llegado. Había crecido, era ya una mujer. Y estaba en el mismo sitio donde aprendí… pero años más tarde.

Lo que nunca olvidaré de aquel día fue el momento cuando frené el columpio.

Mamá se acercó a darme un abrazo de felicitación y, de pronto, nos giramos las dos.

A pocos metros detrás de nosotros un señor aplaudiendo hizo que muchos padres dirigieran sus miradas hacia nosotras. Recuerdo que miré a los ojos a mamá, las dos nos quedamos sin palabras.

—¡Muy bien, muy bien! —comenzó a decir el hombre mientras se acercaba al columpio.

Supongo que ahora no me parecería tan mayor, pero en aquel momento pensé que tendría más de ochenta años. De mediana estatura, pelo blanco, recuerdo que se protegía del frío de invierno con una especie de capa blanca que permitía ver los pantalones también blancos y anchos por debajo y que dejaba ver el calzado que llevaba, botas negras. Lo que más me impactó fue su cara. Tenía la piel curtida por el sol, pómulos hundidos, un rostro perfectamente afeitado que le daba todo el protagonismo a unos ojos azules muy claros. Le daban una mirada especial. La imagen de su cara me pareció que estaba llena de vida. Me miraba con dulzura y a la vez encontraba como una fuerza positiva que salía de sus ojos. Reconozco que me cautivaron porque lo debí de estar mirando fijamente durante unos segundos sin decir nada. Cuando por fin me di cuenta de mi pasividad, contesté sin dejar de mirarle:

—Muchas gracias.

Él se acercó más a las dos e, inclinando su cuerpo hacia mí, me dijo.

—No me refería a ti, pequeña. —Señaló a mamá que seguía de pie contemplando el momento—: me refería a ella.

Mamá se puso un poco más seria, como distante, incómoda. Me cogió con los brazos por los hombros acercándome hacia ella. Siempre me gustaba cuando me sentía protegida por esa mujer tan especial. Aprovechaba disfrutar cada momento en que ocurría algo parecido porque, por sus continuos viajes de trabajo, los momentos en que estábamos juntas eran bastante escasos en aquellos días.

—Discúlpeme señora —volvió a hablar el hombre de nuevo, retirándose un poco hacía atrás—, no quería molestarla. Pero no he podido evitar felicitarla. Lo que acabo de contemplar esta tarde aquí es un ejemplo brillante de perseverancia, ánimo y valentía.

Noté que mamá se relajó un poco más.

—Gracias —comenzó ella— estoy orgullosa de mi hija.

—Estoy seguro. Además, ella debe estar orgullosa de su madre porque es quien le ha transmitido esos valores. Me pregunto quién se los habrá transmitido a usted.

—¿Qué quiere decir? —respondió mamá un poco más seria.

—Miren. —Se desplazó de donde estábamos en dirección a la estatua del centro de la plaza—. Vengo muchas tardes a contemplar esta representación de Los Sitios de Zaragoza. Todo el valor que mostraron los habitantes de esta ciudad cuando en 1808 se enfrentaron al ejército francés, evitando que entraran en el interior, fue un acto que tuvo reconocimiento internacional de valentía y perseverancia. Lástima que murieron muchas personas y finalmente la ciudad tuvo que capitular.

Se volvió hacia el monumento que se encuentra en mitad de la plaza y continuó:

—Todos los ciudadanos lucharon contra los atacantes, grupos de mujeres salieron con los utensilios que tenían como armas de lucha, muchos hombres se transformaron de repente de campesinos a soldados casi sin darse cuenta. El propio conjunto destacó por el empeño en el objetivo común.

Decenas de veces había estado en esa plaza y nunca me había fijado en la representación. Aunque era pequeña, las palabras del hombre hicieron que me interesara por el monumento.

—¡Veis! —Señaló a un punto donde se veía una mujer con un cañón—: Ahí está Agustina Zaragoza disparando ella sola el cañón que se quedó aislado cuando los artilleros que lo dirigían cayeron por una explosión.

En aquel entonces no había escuchado todavía la historia de aquella valiente.

Continuó describiendo muchos de los episodios de la lucha que estaban representados, contando detalles que no acierto a recordar. Lo que decía el hombre me parecía parte de un relato de guerra al que normalmente no hubiese prestado gran interés, pero era algo de mi ciudad y además lo relataba con tal pasión que parecía que hubiese estado allí para verlo.

—¿De dónde creéis que le vino a ella y a todos los zaragozanos aquellos días el valor y la fuerza que tenían?

Se quedó callado un momento.

—Tu madre —en ese momento me volvió a mirar— lo tiene y sin que te hayas dado cuenta, te lo ha transmitido hoy a ti.

Tal y como lo dijo me estremeció.

No era una pregunta, era algo más, había como un misterio en sus palabras que en aquel entonces no llegué a comprender. Hoy sigo sin entenderlo.

Mamá abandonó la postura de defensa que había puesto al principio de la conversación. La vi, incluso interesada por lo que el viejo iba a decir a continuación.

—Hay algo en esa escultura en lo que poca gente se fija y donde radica el verdadero misterio de la imagen.

Se desplazó hacia la derecha y nos señaló a la parte donde se ven unos hombres tratando de soportar con palos, se diría casi con sus propios cuerpos, algo que parecía una pared.

—Mirad, esos hombres murieron simplemente tratando de proteger unas puertas ante la invasión del enemigo. En concreto las de los conventos de San Lázaro y Santa Isabel.

Nos miró en silencio a cada una durante unos segundos, luego continuó:

—Era imposible que lo consiguieran ya que, por la otra parte, eran caballos los que empujaban. Pero allí siguieron hasta que fueron aplastados. Pocos se han preguntado acerca de la verdadera razón de proteger aquellas puertas, dejando sus vidas en ello. Algunos creen que era porque allí guardaban las armas…

Dejó la frase sin terminar.

Acto seguido, añadió, clavando la mirada en los ojos de mamá:

—Seguro que hay alguien que será capaz de descubrirlo

Lo recuerdo y no consigo adivinar si fue un reto o… una orden. El tono era serio.

Se volvió hacia nosotras y, con una sonrisa que nunca olvidaré, dijo:

—El día en que todo lo que representa la escultura se pierda, la ciudad se desplomará. —Mantuvo unos momentos de silencio observando a mamá fijamente—. Afortunadamente, niña —giró la cabeza hacia mí con dulzura— hay gente como tu madre.

Recuerdo que le dio algo a mamá en la mano. Era pequeño. Tanto que no llegué a verlo al apretar ella el puño. Sigo sin entender por qué no me lo mostró aquel día ni las otras dos o tres veces que se lo he recordado posteriormente.

El hombre se giró y se fue caminando tranquilamente hacia la calle Zurita. Andaba con paso firme y muy erguido. Supongo que fue una impresión equivocada de una niña pequeña, pero si no fuera porque era una persona mayor hubiese jurado que era paso militar.

Hoy vuelvo a mirar a los hombres representados en la escultura sujetando esa puerta que luego les quitaría la vida. Cada vez que paso por la plaza me fijo en esos hombres. ¿Qué estaban protegiendo? ¿Por qué lo hicieron?

Me sobresalto de mis pensamientos cuando Elsa nos avisa de que el museo está a punto de abrir. Todos siguen sentados. Erik, sin querer, toca mi mano, me giro, y mientras él hace ademán de pedir perdón, le miro, le sonrío y furtivamente también toco la suya con mis dedos. Por un momento ambos nos quedamos mirando con el reverso de nuestras manos simplemente rozándose.

David se ha dado cuenta del detalle, nos mira.

Con cara de desprecio aparta la mirada y se levanta del banco en dirección a cruzar la calle hacia el museo.

—¡Aaahhh!

¡Madre mía! David está gritando.

—¿Qué pasa? —Reacciona rápido Erik, separándose inmediatamente de mí y acercándose a David.

Al girarnos todos hacia donde David estaba caminando vemos, a unos metros delante de nosotros, a dos personas en el suelo como mareadas y con las manos en los oídos.

Nos quedamos mirando sin decir nada. Una es una señora mayor bien vestida y arreglada, y el otro es un joven de unos veinte años que supongo trabaja en la construcción de la obra cercana. Dirijo la mirada a nuestro alrededor en la plaza y, delante de la entrada del Museo Provincial, veo que hay más personas en el suelo en diferentes puntos.

Aparte de la señora que vi en la entrada de la iglesia de Santa Engracia, mientras venía caminando al encuentro, había visto unos jóvenes igual en la hierba de la plaza. Junto a los columpios un vagabundo se había quedado en un banco también mareado. Nada de eso me había llamado la atención. Pero hasta este momento ya he contado al menos siete personas así en diferentes puntos de la plaza. Los dos últimos los distingo desde aquí en la esquina más cercana al Edificio de la Cruz Roja junto a los coches aparcados, son dos señores con traje y corbata.

Pero eso no es lo que más me sorprende.

Lo impresionante es que ningún adulto se fija. Todos pasan a su lado y ni siquiera miran a los que están en el suelo.

En este momento la plaza está bastante concurrida porque hay un grupo importante de personas acercándose a las oficinas del Gobierno autonómico de la esquina contigua donde se encuentra el museo.

Nadie de ese grupo se sorprende o repara en las personas desplomadas.

Sin decirnos nada, y casi imitando a los adultos, seguimos nuestro camino hacia la entrada del museo.

Vuelvo la vista hacia lo lejos a la escultura del centro de la plaza buscando a los valientes representados que protegían por alguna razón las puertas de dos conventos.

En este preciso momento, las últimas palabras pronunciadas por aquel viejo varios años atrás, retumban en mi interior: la ciudad se desplomará.

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Autor: Glen Lapson © 2016

Editor: Fundacion ECUUP

Proyecto: Disequilibriums

 

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