DISEQUILIBRIUMS. Los Individuos. Capítulo 7

CAPÍTULO 7
Jueves, 15 de diciembre
Hora: 11:00

Sofía

Entrar en un museo normalmente suele ser muy aburrido, sobre todo si no tienes una misión clara. Fue papá quien consiguió que mis hermanos y yo encontráramos algo más en estos sitios. No es que hayamos viajado mucho en nuestra vida, pero por insistencia de papá en los últimos dos años, durante las vacaciones de verano, hemos ido a Inglaterra, Francia e Italia en el mismo verano. La verdad es que no era una insistencia exagerada de él porque, cuando lo propuso el primer año a todos nos pareció muy bien. «Estar en tres países diferentes en el mismo verano, genial», fue el primer pensamiento que tuve cuando lo dijo.

Las vacaciones siempre las hemos decidido los cinco juntos, hasta este pasado verano. Un día en el mes de mayo fijábamos una hora y un día para que cada miembro de la familia tuviéramos que presentar una propuesta, sobre todo indicando por dónde queríamos ir, y qué íbamos a hacer. Siempre pensé que mis padres eran un poco raros. Cuando con mis amigas pregunté quien más lo hacía, confirmé que eran especiales, en ninguna de las familias de mis amigos se hacía. A mí me gustaba, porque cada uno proponía lo que se le ocurría y acabábamos todos riéndonos. Estaba muy bien, sobre todo, porque me di cuenta en los últimos años de que lo hacían para que aprendiéramos geografía. Teníamos que presentar a los demás en un mapa dónde queríamos ir. Los primeros años en el atlas, pero luego ya pasamos a diseñar las vacaciones delante de la pantalla del ordenador conectados a Internet, mirando, moviendo y aumentando los mapas todo lo que queríamos.

Así que hace dos años, cuando lo propuso, ganó él con su propuesta y nos lo pasamos muy bien. Lo curioso es que, al siguiente año, volvió a proponer lo mismo, de hecho, propuso visitar las tres ciudades donde habíamos estado más tiempo el pasado año: Londres, París y Bérgamo. Lo propuso de tal manera, que aquella noche nos miramos los hermanos y mamá muy extrañados. Fuimos incapaces de hacer otra propuesta diferente.

Repetimos y volvimos a pasárnoslo muy bien.

Aunque hubo algo diferente. Recuerdo que el segundo año papá se ausentó durante un día entero en cada una de esas tres ciudades y nunca nos dijo lo que había hecho en su «día libre de padre», como él dijo justificándose. Mamá no parecía preocupada porque quedaba claro que sabía lo que hacía él. La verdad es que se llevaban muy bien. Eran muy distintos, uno era como la montaña y el otro como el valle, pero eso era lo más especial porque siempre llegaban a un acuerdo.

El problema es que esa fue la última vez que fuimos de vacaciones juntos, el verano del año pasado.

Lo que más recuerdo de las visitas en esas tres ciudades fueron los museos a los que nos llevó. Estuvimos en los principales de las tres y en cada uno se inventaban una especie de juego de pistas como ellos decían. No me olvidaré nunca cuando, en mitad de la National Gallery de Londres, mi hermana mediana, al entrar en una sala gritó: «¡Un Van Gogh!». Consiguió que todos la miraran en la sala, nosotros llenos de vergüenza y nuestros padres llenos de orgullo.

Hacían que todo pareciera especial. Recuerdo que, cuando visitamos París, tuvimos que dibujar la fachada de la catedral de Notre-Dame, contar cuántas estatuas había y las diferentes formas geométricas. Lo hicimos, aunque hay que decir que era la condición que se inventaron aquel día para ir al día siguiente a Disneyland. Por supuesto lo finalizamos sin protestar.

Pero nunca llegué a entrar con él al Museo Municipal de Zaragoza. El museo más importante y antiguo de la ciudad nunca lo llegamos a visitar juntos. Me pregunto qué juego de pistas nos habría organizado. Ya no lo sabré.

Por lo menos nos enseñó a disfrutar buscando cosas que los demás no veían. «¿Cuantas personas creéis que se han dado cuenta de ese detalle?» era la típica frase que escuchábamos de él en los museos. Y por eso hoy me había parado durante un buen rato mirando una piedra que tienen aquí.

«Pieza de sillar romano», conservado en Museo de Zaragoza
Autor de la fotografia: José Garrido Lapeña

Según indica, es una pieza de un sillar de la puerta romana del este de la ciudad, la que luego llamarían la Puerta de Valencia. La explicación está en un cartelito pequeño blanco junto a la piedra. Es un sillar cuadrangular y ejecutado en piedra de yeso de color gris. Mide 80 cm de ancho por 57 de alto y 91 de fondo. En la parte de la izquierda de la cara que estoy mirando hay unas inscripciones en letras romanas en seis líneas. Trato de leerlas, pero no todas las filas están completas. En la parte derecha no hay nada inscrito, pero es evidente que algo hubo porque está desgastado, como si le hubiesen dado con algún tipo de herramienta para borrar lo que allí había y ahora no se lee nada.

Pero de pronto todo eso ha desaparecido de mi mente cuando la guía se me ha acercado y me ha hablado. No sé si estaba más sorprendida por sus palabras o porque he notado al estrecharle la mano un papel arrugado que, al soltarnos, se ha quedado en mi puño cerrado, mientras la guía se ha despedido con una sonrisa cómplice.

Me he quedado helada, y soy incapaz de moverme. Me giro a mi alrededor. Estoy sola de pie junto a la piedra que estaba contemplando. La guía se ha ido y mis amigos me están mirando a unos metros de distancia. Por un momento he pensado que esa mujer estaba loca. Pero la forma en la que me ha mirado y hablado era de una persona totalmente cuerda y con cierto misterio en su expresión.

Al mirar a los que están presentes en ese momento, veo que el guarda del museo se ha percatado de la escena. Creo que no ha visto el papel, pero está llamando a alguien por el móvil. Mira a la guía. Nuestros ojos se cruzan y, sin dejar de observarme, mantiene una conversación muy corta por el teléfono. Algo le han debido de decir que lo ha incomodado porque rápidamente me retira la mirada y se mete de nuevo por las cortinas negras a la sala donde está el mural de la ciudad con el Cardus y Decumanus.

Sigo sola de pie en el patio junto al sillar romano. Mis amigos no se han movido de donde estaban y siguen mirándome.

Abro el papel y leo lo que pone. Debajo del texto hay dibujado un círculo y en su interior un rectángulo en el que hay líneas que unen las dos mitades del rectángulo. Una pequeña figura formada por dos cuadrados está situada donde se cruzan las líneas interiores. Lo más llamativo es que, con respecto a la orientación del trozo de papel y el texto de encima, el rectángulo está girado un poco hacia la derecha.

No sé qué pensar, mis amigos siguen atentos a la escena, pero en este momento se produce un tumulto porque se juntan los dos grupos de turistas, uno acaba la visita guiada y el siguiente está a punto de comenzarla. Nos encontramos apretados entre un montón de gente y quedo totalmente sorprendida al ver a Elsa con gran destreza y fuerza hacer un pasillo perfecto entre los dos grupos para que podamos salir del museo.

Ha sido increíble. La próxima vez que me encuentre atrapada entre un montón de gente, quiero tener a Elsa a mi lado.

—Muchas gracias —le digo al pasar a su lado, guiñándole un ojo.

Supongo que también ayuda el hecho de ser muy alta y grande (mide lo mismo que Erik y de hecho es la pívot de su equipo de baloncesto) y el color negro de su piel que contrasta con la del resto de la gente aquí. Además, hoy lleva un abrigo largo negro, gorro de lana blanco con visera de esos grandes para meterse el pelo y se ha levantado el cuello dándole un aspecto de seriedad. Cuando se ha puesto a extender los brazos entre la gente para hacernos pasillo con una gran sonrisa, se han apartado todos mirándola seriamente y, por las caras que ponían, pensaban que sería parte de la organización del museo.

De pronto por detrás se le acerca el guarda que estaba en el interior, la coge del brazo y le dice algo al oído. Elsa tira fuerte con cara de dolor para separarse de él. Le hace un gesto como que no le entiende y no me extraña con el follón que hay aquí. El hombre lo dice más alto y alcanzo a oírlo:

—¡Llévate a tu amiga de aquí cuanto antes y no hagáis ni caso de lo que os cuente!

Elsa con varios movimientos de brazo entre gritos y empujones de la gente, consigue soltarse del hombre. Lo mira frunciendo el ceño con cara de pocos amigos mientras el hombre se escabulle y desaparece de nuestra vista. Me mira con los ojos abiertos mientras baja los brazos y permite que la propia muchedumbre la lleve hacia la salida. Las dos nos miramos y encojemos de hombros.

La gente nos arrastra y ya estamos juntas en la entrada.

—¿Qué mierda es esta? —me dice Elsa, encogiendo todos los músculos de la cara. —¿Quién era ese tipo?

—No tengo ni idea —le contesto.

En su mirada veo que está tan confundida como yo.

Entre los nervios de la gente, lo ocurrido con la guía y ahora con el guarda, salgo del museo bastante confundida, y tan despistada que me tropiezo con dos personas que están desplomadas en la calle. Casi grito del susto, pero consigo controlarme. Me doy cuenta de que están bien vestidos. Esto es de locura, «¿qué está pasando en esta ciudad?». Me giro hacia el vigilante de la puerta señalando a los del suelo y este se encoge de hombros, no sin antes llevarse la mano al oído y cerrar los ojos como si algo le molestara de repente. Enseguida se le pasa, aunque soy capaz de distinguir un punto de sangre que le aflora por el oído izquierdo. Deja de mirarme y trata de ayudar en la confusión a los dos grupos entrando y saliendo a la vez. Pero no puede, decide sentarse en la silla que tiene detrás.

Si yo estoy sorprendida, no es nada comparado con la cara de Elsa y de David. Erik es menos expresivo, pero creo que en el fondo está tan desconcertado como nosotros. Miramos a todos sitios y en cualquier esquina de la plaza hay alguien en el suelo.

—¿Qué está pasando aquí? Toda la gente se está cayendo por la calle —comenta David.

—Lo que más me asombra —dice Elsa—, es que la gente que pasa no se sorprende de los que están caídos.

—Los mayores no le dan importancia, no le demos más nosotros —digo mientras seguimos saliendo del museo—. ¡Vamos a terminar el trabajo que hay que presentarlo antes del día de Navidad!

En este momento se me giran todos y, mirándome fijamente sin decir nada, saco el papel que me había dado la guía del museo. Ven un pequeño papel arrugado que, al estirarlo, pueden leer lo que hay escrito en él: «Calle Mayor 1, piso octavo» y el símbolo:

Me miran y David pregunta:

—¿Te dijo algo más aparte de darte la nota?

Me quedo un momento pensativa y, tras un rato de silencio, repito las palabras de la guía:

—«No dejes de visitarle, él te dará la respuesta». —cito textualmente.

Autor: Glen Lapson © 2016

Editor: Fundacion ECUUP

Proyecto: Disequilibriums

 

2 Comentarios

  • Ángel Morales on 04/02/2017

    Empieza a estar muy interesante

  • Eliana on 13/01/2019

    Ufff. La verdad esta historia es muy atrapante ☄ gracias por subirla

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