DISEQUILIBRIUMS. Los Individuos. Capítulo 4

CAPÍTULO 4

Jueves, 15 de diciembre

Hora: 08:55

David

Es casualidad que los dos hayamos llegado diez minutos antes de la hora a la que hemos quedado con Sofía y Erik. Elsa me mira y sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Estamos sentados en uno de los bancos de la plaza de Los Sitios mientras esperamos. Como ella suele ser bastante alternativa para algunos temas, he tenido que imitarla y sentarme en el respaldo con los pies apoyados en el asiento.

Hace frío. Los dos estamos protegidos con los abrigos que llevamos y ella no para de darle vueltas a su bufanda alrededor del cuello.

Dejo de mirarla. Trato de ver a lo lejos de la calle Joaquín Costa por si los vemos venir. Noto que ella me sigue mirando.

No puedo evitar recordar la conversación de ayer con mi madre.

Eran las siete de la tarde. En mitad de los grandes almacenes me dice:

—Gracias.

Me quedé tan sorprendido que miré a mi madre con los ojos tan abiertos que casi se asustó.

Llevábamos unos quince minutos en la sección de ropa juvenil mientras estaba buscando un pantalón para comprarme. Es la peor época del año para ir a comprar algo que realmente necesitas. Te ves rodeado de cientos de personas que están ahí simplemente porque está próxima la Navidad. ¡Si supieran que huyo de los estereotipos y de las costumbres! En fin, aunque quise evitarlo, fue imposible cuando mi madre me evidenció ayer tarde que no tenía nada para ponerme en los próximos días.

Lo dijo treinta segundos después de mostrarme las manchas de lejía en el pantalón vaquero que había llevado ayer a clase. Le dio completamente igual las múltiples explicaciones sobre que el bote de hipoclorito sódico se hubiese caído sin querer en el laboratorio de química. Simplemente me miró y me dijo que ya no tenía ni uno más.

—Gracias, ¿por qué? —le respondí mientras la miraba.

Por un segundo me pareció ver un resplandor de alegría o, incluso, ilusión en su cara cuando me lo dijo. Desde que falleció nuestro padre, se ha sumido en un estado de soledad y tristeza que a mi hermano y a mí nos obliga a tratar de animarla todo el día. Así que el momento de ayer había que tratar de alargarlo lo máximo posible.

—Por venir conmigo.

—No te entiendo —le respondo mientras seguí viendo ese gesto de felicidad en su cara.

—Mira a tu alrededor.

Lo hice. Unos grandes almacenes repletos de gente. Como siempre en esta época. Por la expresión de mi cara se debió de dar cuenta de que no sabía a qué se refería.

—Gracias por dejarme acompañarte —me dice. Mientras estás buscando lo pantalones estoy mirando que ningún joven de tu edad ha venido con su madre. Casi todos vienen con un amigo o en grupo.

Ni me ha había dado cuenta. Pero al observar con más detalle comprobé que tenía razón. Y recordé que hacía al menos un año que no había permitido que me acompañara. Era verdad. Pero por alguna razón que todavía no recuerdo, le pedí que, por favor, me acompañara. Aún recuerdo que le dije que necesitaba la opinión de una mujer. ¿Y por qué le dije eso? Aún no lo sé. El problema es que no supe qué decirle después.

Mi madre me miró fijamente por un momento. Disfruté de esa imagen de felicidad que irradiaba.

—¿Estás bien? —me soltó de pronto—. ¿Te encuentras bien?

Asentí con la cabeza mientras miraba un pantalón azul marino de mi talla.

—¿Es por lo que ocurrió con la profesora? —Volvió mi madre a la carga con preguntas.

Se lo había comentado a ella y a mi hermano la noche anterior en la cena. Creo que me pasé con la parte de la descripción del detalle de la sangre. Debí de ser demasiado morboso porque mi hermano pequeño me dijo a la mañana siguiente que casi no había dormido de miedo.

—No —le contesté.

Noté que tiene clavada su mirada en mí. Me giré y la miré.

—¿Es por una chica?

Pero, ¿qué estaba haciendo?, pensé. Una madre no le puede preguntar eso a su hijo de dieciséis años. Es privado. Además, no puede saberlo. No había dado ninguna muestra de ello. Es un asunto solo mío.

Pero como no contesté inmediatamente, vino lo siguiente:

—No te preocupes, es normal. Lo importante es que se lo digas cuanto antes para que podáis empezar a conoceros mejor…

Se quedó callada un momento. Yo aproveché para cambiar de expositor y me puse a mirar unos vaqueros esperando que se le pasara el momento. No me gustó nada que se metiera en mis asuntos personales, pero la quiero mucho y con todo el trauma que tiene, era incapaz de hacer algo que la hiciera sufrir (o eso pensaba en ese momento). Se acercó a mi posición y continuó.

—… Además, la chica negra es muy guapa y me parece muy buena persona.

Ahí no pude aguantar más y salté:

—¡MAMÁ! La chica negra, que tú dices —comencé a elevar el tono de voz— tiene nombre, se llama Elsa, y es mi compañera de pupitre en clase. Como dices, es muy maja y una buena amiga ¡y nada más! ¡Y NO VUELVAS A METERTE EN MI VIDA PERSONAL!

Supongo que nunca me arrepentiré tanto de haber hecho eso.

El pequeño atisbo de felicidad que había detectado minutos antes, simplemente desapareció. Su cara se puso blanca. No miró a su alrededor. No quiso saber cuántas personas que estaban en ese momento en la planta de los grandes almacenes habían oído a un chico de dieciséis años gritar a su madre. Simplemente me miró y con una de las miradas más tristes que he visto en mi madre, aparte del día que le dijeron que su marido había muerto en un accidente de coche, me dijo:

—Perdona, no lo volveré a hacer.

Por la noche durante la cena, con mi hermano presente, no paré de disculparme. Aunque ella me repitió muchas veces que no pasaba nada y que estaba todo olvidado, no volví a percibir ni un atisbo de ilusión en su cara ¡Será una carga que tendré que llevar un tiempo!

Tampoco sé muy bien qué me sentó peor: que opinara sobre mis gustos amorosos o que me hubiese relacionado con la chica que no era.

Ahora la tengo junto a mí en el banco. Tengo que reconocer que es excelente como persona y una belleza. Es la chica que recomendaría a mi mejor amigo para que conociera. Pero mi corazón lleva varios meses atrapado en un punto sin retorno, lejos de Elsa.

—Mira, allí vienen.

Las palabras de Elsa y su dedo apuntando en dirección a la iglesia de Santa Engracia me hacen ver a lo lejos a Sofía y Erik andando.

El brazo de Erik está sobre el hombro de Sofía.

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Autor: Glen Lapson © 2016

Editor: Fundacion ECUUP

Proyecto: Disequilibriums

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