DISEQUILIBRIUMS. Los Individuos. Capítulo 6

CAPÍTULO 6
Jueves, 15 de diciembre
Hora: 10:00

David

Lo primero que te encuentras al entrar al Museo Provincial es un enorme vestíbulo. Tiene más de cinco metros de altura. Está delimitado por unas altas columnas con capiteles de esos antiguos que nos decían en clase que tienen como una especie de hojas de árbol.

—Corintio, David, capiteles corintios. —Era siempre la respuesta que cada vez que he venido con mi madre me daba después de preguntarle siempre lo mismo.

No te da tiempo a contemplarlo porque una persona muy amable a la izquierda te pregunta si necesitas ayuda. Lo más habitual es que esa persona te invite a que gires otra vez a la izquierda. Allí se encuentra un mostrador de Información con una señora preparada para explicar el museo o dirigirte a la parte que deseas ver. Hay unas estanterías con folletos y libros que te animan a curiosear antes de la visita.

La escena se repite hoy también.

Me la conozco perfectamente de la cantidad de veces que he venido antes con el colegio y con mi madre.

Aunque yo había cruzado el primero la calle hacia el museo, Sofía tomó la decisión de ir por delante así que me adelantó y nos apresuró a seguirla. Fue la primera en entrar. Como, según dice siempre, no le gusta perder el tiempo, directamente nos dirigió a la señora de Información para preguntar exactamente donde estaba la exposición de la época de la Roma antigua.

Me gustaría ser tan resolutivo como ella. Prefiero pensar mucho las cosas antes de hacer nada. Mientras la miro avanzar trato de adivinar qué pensaría sobre eso de estar mirando a un lado y a otro como hacen los turistas sin saber muy bien qué están observando. Le provoca sensación de pérdida de tiempo. Siempre dice lo mismo. Me lo imagino como si hubiese estado dentro de su mente. Esta chica es imparable.

Nunca olvidaré cuando me dijo que la contemplación no es lo suyo. A ella lo que le gusta es actuar. Aunque su madre le insiste en que algún día la necesitará. Según me explicó ella suele decirle: «Estás viviendo una época muy bonita ahora que eres joven, y no paras, pero luego cuando crezcas y tengas una vida intensa, necesitarás dedicar algunos minutos a relajarte y reflexionar». El día que me lo contó estábamos los dos solos. Casi no me lo creía. Me había permitido que la acompañara un rato a casa después de las clases. Me emocionaba con todo lo que hacía, cómo caminaba, cómo se tocaba el pelo, su sonrisa, su boca. Estábamos de pie esperando a que el semáforo cambiara de color para obligar a los coches a dejarnos pasar. Me había empezado a hablar de ella y su infancia. No recuerdo cuántas veces cambió el color del semáforo sin que nos moviéramos. Me parecía una señal de que ella quería estar conmigo. La sentía muy cerca, el aroma de su colonia me encantaba y hacía que aún me aproximara más a su cuerpo.

Su pelo largo, pelirrojo y rizado hondeaba con el viento fuerte que soplaba ese día. Sus bonitos ojos verdes que apuntaban a un sitio en el infinito mientras me hablaba me impedían acompañarla con la mirada en la búsqueda de ese lugar lejano que estaba permitiendo que se sincerara conmigo como nunca antes lo había hecho. No dejaba de mirarla. Estaba preciosa, la hubiese abrazado y besado allí mismo delante de toda la gente, si no hubiese sido porque… no sabía si me correspondería.

Justo en ese momento fui consciente de que no la estaba escuchando. Y me sentí culpable. Qué injusto, no podía recordar lo que me había contado en los últimos minutos. No sé cómo, pero conseguí liberar la parte de la mente que me impedía entender sus palabras para terminar escuchando de sus labios que, aunque no le gustaba prestar atención a los consejos de su madre, entendía y apreciaba su comportamiento. Era consciente de todo lo que había tenido que vivir esa mujer con lo ocurrido a su marido. «Solo quería lo mejor para sus hijos…», fue la última frase que recuerdo de aquel momento antes de que cruzáramos la calle y nos despidiéramos al otro lado. Cada uno se fue en direcciones opuestas hacia nuestras respectivas casas.

Hoy me atrae tanto o más que aquel día, pero todo es diferente. Ella ha elegido y yo… ¡he perdido! Esto debe de ser como en las películas: el chico guapo se va con la chica. Y se termina.

—¡Venga! ¡Venga! No os detengáis. —Me rompe Sofía de mi abstracción mientras me toma del brazo derecho y me dirige al patio interior del museo.

Ya está, no debo pensar más en eso. Vamos al trabajo.

Llevaremos como unos cinco minutos dentro del museo. Ya atravesamos el patio interior. Me parece como si fuera un claustro de monasterio. Planta rectangular, seis columnas en los lados largos y cinco en cada uno de los dos más cortos. Siempre las cuento, no sé por qué. Miro hacia la parte alta de las columnas y me parece que son capiteles dóricos, ¿o serían jónicos? Está claro que no son como los de la entrada. La verdad, nunca me acuerdo, nos lo explicaron hace dos años en el colegio y reconozco que no sé distinguirlos. Estos soportan el techo del pasillo que protege las obras expuestas de la luz directa y de la lluvia que entra por la parte central del patio abierto. Las columnas realmente soportan un pasillo superior que se adivina por los pequeños ventanales alargados que rodean en la parte alta todo el patio. Siempre me fijo que terminan en un medio arco y están adornados a cada lado por otras pequeñas columnas con curvas superpuestas como si fueran dos botellas de Coca—Cola, una encima de otra.

Pero lo que más me gusta mirar es el adorno que rodea todo el perímetro por encima de esos ventanales. Es de madera oscura y está trabajado con tal grado de detalle que supongo que no lo pudieron hacer cuando estaba montado. Mientras me muevo, el frío lo siento muy fuerte al atravesar el patio. Miro hacia el cielo. Puedo tocar los miles de hojas de los árboles que entran y salen impulsadas por este viento tan insistente.

Observando a todos los lados del rectángulo, en la parte del porche, se pueden ver algunas de las esculturas o piedras talladas colocadas para la exposición. No distingo ninguna de la época que estamos buscando. Directamente veo que Sofía se dirige hacia el fondo izquierdo donde unas grandes cortinas negras dejan adivinar la entrada al interior de la parte del museo que nos han indicado. La sigo. Me giro. Veo que los demás me siguen también. Sonrío para mis adentros de la capacidad de esta chica de conseguir que los demás hagan lo que ella quiere.

Mi problema es que no puedo ser objetivo con ella. Todo lo que hace, me parece bien.

Como siempre me pasa que entro a esta zona del museo, tengo que esperar unos segundos para aclimatarme a la luz. En la calle, aunque hace frío, el sol está brillando, pero el interior está muy oscuro.

Lo primero que vemos son una serie de mosaicos que se han encontrado en algunas casas de la zona antigua de la ciudad en las últimas obras de remodelación. Miro a Sofía. Sabe claramente que eso no es lo que está buscando. Rápidamente gira la cabeza y se dirige hacia la derecha de la sala, totalmente firme, como si tuviese decidido de antemano el objetivo de la visita.

Nos acercamos a su lado. Me encuentro rodeado de mis tres compañeros de pie mirando las vitrinas. Ahí están expuestas las monedas romanas que se encontraron en Caesaraugusta, nombre que dieron los romanos a la ciudad y aquí lo resaltan por todos los sitios.

Me doy cuenta de que, sin saber el motivo, he ido siguiendo a Sofía como si fuera un corderito. Yo me hubiera quedado un poco más de rato en el patio interior para ver si alguna de las esculturas podía ser romana. En cambio, ella, de una mirada, decidió que no había nada. Espero que no nos confundamos y tengamos que dar la vuelta después.

—Parece que la profesora no nos mintió. —Elsa habla en voz alta y consigue que todos miremos a través de la vitrina—: Según dice aquí, la ciudad se fundó siguiendo unas consignas especiales. Fue el propio César Augusto quien tomó la decisión. Se funda justo el día del solsticio de invierno y nada menos que el año 14 a. C.

—¿Has dicho el 14 a. C.? —pregunto sobresaltado mientras rebusco uno de los libros que traía en la mochila.

Cuando por fin lo tengo y encuentro la página que estaba buscando, digo:

—¡No os vais a creer la coincidencia! —Los miro a todos a los ojos y sigo—: Porque César Augusto muere el 14 d. C. —Me quedo un momento en silencio revisando la página, y continúo—: Según esto, él tenía 50 años cuando se fundó.

Sofía, con voz casi autoritaria y tratando de tener la razón, interviene:

—Me parece que estáis tratando de buscar coincidencias donde no las hay. De hecho, se funda el 23 de diciembre y él muere el 19 de agosto. O sea, nada de nada.

—Yo no estaría tan seguro de que no hay coincidencias —interrumpe Erik y, sin querer, Sofía se gira molesta (me parece que no le ha hecho gracia que le lleve la contraria), pero Erik continúa—: En esas fechas puede que no, pero mira. —Señala los escritos que hay en las vitrinas—: Según esto, el Decumanus está orientado para que reciba la luz del amanecer el 23 de diciembre.

O sea, que el emperador Augusto funda la ciudad el día del solsticio de invierno. No sé si lo dijo la profesora el otro día en clase o me lo habían dicho por otro lado. Esta información, no sé por qué, me resulta extraña y misteriosa a la vez. ¿Por qué escogió justo ese día?

Todos leemos el texto y volvemos hacia nuestra izquierda donde habíamos visto antes el mapa de la ciudad antigua. Medirá unos dos metros de ancho por tres de largo y está colgado en la pared. Me gusta porque es de un tamaño suficientemente grande para que al menos un grupo de personas, aquí de pie, lo podamos ver sin problema. Además, han señalado con varias lucecitas los diferentes hallazgos que ha habido en el centro histórico de la ciudad. Distingo perfectamente las dos vías principales que dibujaron los romanos para comenzar con el diseño.

Sofía mira hacia atrás y hace un gesto en silencio. En ese momento se acerca un grupo de turistas, atentos, escuchando la explicación de una guía del museo. Entendemos lo que dice Sofía. Nos unimos al grupo sin que se nos note mucho entre la gente. No hemos pagado por la visita guiada.

La guía, una mujer alta, de pelo canoso, largo por detrás, de unos sesenta años, lleva puesta una túnica larga de color blanco como si estuviera en la Roma antigua. Le señala al grupo el plano de la ciudad y explica con voz alta el Cardus y el Decumanus orientados de norte-sur y este-oeste, típico en todas las ciudades que fundaba Roma en aquella época.

Menciona los descubrimientos en la ciudad sobre el mapa vertical: el foro, las termas, el anfiteatro y las murallas. Comenta algunos detalles que los turistas preguntan. No deja de ser una explicación normal en un museo normal, en un día normal. Miro a Sofía. Veo que mira al mapa de manera diferente y cada vez que la guía señala las calles, Sofía vuelve a mirar el plano.

Me parece que no va a ser un día normal.

La veo inquieta. Parece que quiere preguntarle algo. No lo hace. Es extraño porque ella nunca se frena si quiere preguntar cualquier cosa en clase o cuando está en grupo.

La guía sigue explicando la historia sobre cómo se fundó la ciudad.

—… mediante el acto fundacional, un sacerdote guiando dos bueyes que tiraban de un arado de oro. Lo hundía en la tierra para dibujar los límites de la ciudad. Mientras, en este caso particular…

¿Por qué habrá dicho lo de «en este caso particular»? Supongo que lo harían en todas las ciudades. Se habrá confundido. Lo habrá repetido tantas veces que es normal, es comprensible que se equivoque alguna vez. ¿O no?… Bueno, da igual, con esto de la ciudad sagrada no hago más que ver misterios en cualquier cosa.

—… había una persona poniendo toda la tierra que salía del surco en la parte interna donde estaría la ciudad, porque entendían que era tierra de la ciudad sagrada. —Termina la guía y se retira un poco permitiendo a los turistas acercarse al mapa.

Prácticamente lo mismo que nos habían explicado en clase, pero esta mujer lo vive. Lo cuenta de tal manera, que parece que hubiese estado allí. Y por un momento lo he pensado a través de sus ojos oscuros y la piel arrugada de su cara que muestra cómo el sol puede llegar a dejar su señal en las personas. Ese bronceado, claramente, no lo ha conseguido trabajando en un museo. La veo como una heroína en un tiempo pasado activa día a día bajo el aire libre. Pero hoy es una guía en un museo. ¿Cómo habrá sido su vida?… Otra vez me encuentro soñando despierto. Me encanta imaginarme que detrás de cada persona hay un mundo oculto del que solo tendré una oportunidad para conocerlo. Esta señora es el prototipo perfecto para mi lista de personajes misteriosos cuando escriba un libro.

Bueno, eso será en otro momento.

La mujer se acerca de nuevo, señala el plano del centro de la ciudad mostrando el límite de la parte antigua trazada por el arado con las calles actuales: avenida César Augusto y Coso. Explica dónde el arado se levantó. Fueron cuatro veces en las diferentes puertas futuras de la ciudad norte, sur, este y oeste. En ese momento la guía comenta:

—Una de ellas se llamaba Puerta Cinegia, y supongo les suena el nombre si han paseado por el centro de la ciudad. Otra era la Puerta Este, que posteriormente se llamó Puerta de Valencia y donde actualmente está ubicada la iglesia de la Magdalena. Al norte había otra puerta que daba salida al puente sobre el río Ebro, y, al oeste, la puerta que a futuro se llamaría Puerta de Toledo y da salida al actual Mercado Central.

Al terminar la explicación avanza con el grupo hacia la siguiente sala de la exposición. Seguimos de pie mirando el mapa, o más bien, acompañando a Sofía mirar el mapa.

Me giro hacia donde se ha ido el grupo. Veo que la guía se está adelantando hacia otra zona. Se gira de pronto y ve que falta un grupo de jóvenes que están mirando el plano: nosotros. Sin quererlo, hemos conseguido que crea que somos del grupo y ahora viene hacia aquí. Nos van a amonestar y quizá incluso nos echen del museo. Menuda vergüenza.

Cuando la guía llega donde estamos, Sofía se adelanta, la mira y le dice:

—Hay algo que no entiendo. —Se calla y mira a la guía a los ojos—. Hasta ahora hemos visto este plano del centro de la ciudad con el punto del cruce del Cardus y el Decumanus. En clase nos explicaron que Zaragoza fue elegida por los romanos por la intersección que se forma por los ríos Gallego y Huerva al desembocar en el Ebro. Los ríos coinciden con orientación norte—sur y este—oeste, pero si ponemos este plano de la ciudad que nos muestra usted y lo orientamos correctamente, la calle Don Jaime y la calle Mayor…

Sofía se calla un momento y luego, mirándola a los ojos, le dice:

—… no están orientadas al norte-sur y este-oeste.

Se produce silencio.

Nos quedamos todos fijamente mirando a la guía esperando que conteste con rapidez. Esta chica no para de sorprenderme. No entiendo el porqué de la pregunta, pero me parece que la respuesta debería llegar en cuestión de segundos.

En cambio, nos quedamos todos impresionados porque la guía se pone colorada y se mantiene en silencio. Gira la cabeza a un lado y a otro. Se para su mirada cuando ve que el guarda que está de pie a la entrada de la sala, la mira. Nos vuelve a mirar de nuevo. Aprieta los labios como tratando de sellar la boca. Está muy nerviosa.

Le digo a Sofía en voz baja para hacerme el gracioso y tratando de romper este momento tan incómodo:

—No lo sabe.

Sofía se gira hacia mí con cara de desaprobación por mi comentario. Vuelve a mirar a la guía. Esperamos todos a su reacción. Nos vuelve a sorprender porque, sin decir nada, se retira con el grueso del grupo. Nos miramos los cuatro con cara de no saber qué acaba de pasar. Sin darle más importancia continuamos la visita por el museo para terminar el trabajo de clase.

El resto de la exposición hoy no me interesa. Seguimos caminando rápido por los pasillos.

Por fin terminamos la visita. Sofía se ha quedado un poco atrás en el patio interior mirando una piedra que parece de la época romana. Los otros tres estamos de pie junto a la puerta, esperándola. Justo cuando nos preparamos para salir del museo, miramos todos a Sofía desde lejos. La chica se da cuenta de que la observamos y pone cara de no entender qué le estamos diciendo con los gestos que cada uno hace. Por fin se gira y noto que se sobresalta al ver a la guía que se acerca a ella en silencio. La mira a los ojos y le extiende la mano para despedirse.

Veo a Sofía extrañada por el gesto que usan solo los adultos. La imita y también le extiende la mano. Se estrechan ambas la mano. La guía le dice algo en voz baja que no conseguimos escuchar.

La mujer de la túnica blanca se retira hacia el interior del museo. Nuestra amiga está como paralizada de pie apoyada en una de las veintidós columnas que forman este patio interior del museo.

No habla, solo mira su puño cerrado donde desde la distancia distinguimos un pequeño trozo de papel blanco que sobresale por el lateral.

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Autor: Glen Lapson © 2016

Editor: Fundacion ECUUP

Proyecto: Disequilibriums

 

1 Comment

  • Ángel Morales on 27/01/2017

    Buena lección de historia.
    A la época romana en Aragón aún no se le ha sacado todo el jugo. La cristalización que hubo en esta época está llenade aventuras que aaún se pueden hacer presentes. Creo que es una buena forma de captar la atención de nuestros jóvenes. Saludos.

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