DISEQUILIBRIUMS. Los Individuos. Capítulo 3

CAPÍTULO 3
Jueves, 15 de diciembre
Hora: 08:45

Sofía

He visto muchas veces a las parejas caminar por la calle cogidos de la mano o con el brazo del chico encima del hombro de la chica.

Pero hoy lo veo diferente.

Lo veo distinto porque yo soy una de esas parejas. Llevamos un rato caminando por la ciudad y Erik me acaba de poner su brazo sobre mi hombro. Acabamos de pasar la plaza Paraíso y, mientras caminamos por el paseo Constitución hacia la plaza de los Sitios, nos empezamos a cruzar con más gente.

Me siento incómoda, es la primera vez que lo hace, pero soy incapaz de decírselo. Veo que a él le gusta, o eso me parece cuando lo miro de reojo. Como el resto de parejas se comportan así, prefiero dejarlo estar, no quiero ser diferente hoy también, al menos por ahora. Ya soy diferente en muchas cosas, como para serlo también en el tema de los chicos. Sobre todo, porque es la primera vez que salgo con uno.

De todas maneras, no me viene mal que me coja, hace frío. Es un típico día de invierno de Zaragoza con mucho viento helado y, aunque brille el sol, la sensación es bajo cero. Es rara esta ciudad. «¡El que aguanta el frío invierno y luego el sofocante calor del verano aquí, ya puede vivir en cualquier lugar del mundo!», recuerdo que me lo decía de pequeña la señora que nos vendía el pan cerca de casa cuando era pequeña.

En su reloj veo las 8:45, así que probablemente nos sobren unos minutos. Miro a Erik a la cara. Necesito levantar bastante la vista porque me saca una cabeza, y eso que tenemos la misma edad. Veo que no se da cuenta de que la bufanda que lleva al cuello me ha vuelto a alcanzar la cara. Con el viento tan fuerte que sopla, no para de darme. Con mucha delicadeza aparto su brazo del hombro.

Seguimos andando.

—¿Hay algo que hago mal?

Me paro justo en el cruce con la calle Juan Bruil. No esperaba esas palabras de Erik. ¿A qué se refiere? ¿De qué está hablando? No he dicho nada ni he hecho nada que le haya podido molestar. O eso creo.

—¿Por qué dices eso? —le contesto.

Estamos los dos de pie. Sus ojos están clavados en los míos, pero no consigo adivinar qué piensa. Miro a nuestro alrededor toda la gente que camina rápido por el paseo. Hay un montón de grupos de chicos de nuestra edad que marchan en ambos sentidos. Aquí nos ve todo el mundo y no sé lo que me va a decir.

Le cojo por el brazo y camino hacia el interior de la calle Juan Bruil que es mucho más discreta. En un extremo de la calle veo a lo lejos toda la gente que camina por el paseo Independencia y, por detrás, en el otro extremo de la calle, los que acabo de ver por el paseo Constitución. En esta pequeña callejuela, no pasa nadie.

—¿Te gusto? —Me para Erik en la acera y nos quedamos los dos de pie, mirándonos.

¿Y esto a qué viene? ¿Qué le pasa?

—Sí. —Trato de que se dé cuenta de que he fruncido el ceño.

Se toca la cara con la mano derecha como si estuviese nervioso.

—Es que… —No consigue continuar.

Soy incapaz de decir algo.

—A veces, te veo muy fría conmigo. Vengo de otro país y quizá la diferencia cultural no la he conseguido llevar bien. Quizá no me estoy comportando como debo…

No dejo de mirarlo. Me ha dejado totalmente bloqueada porque no me esperaba algo así. ¿Y qué le digo yo ahora?

—… a mí me gustas mucho —continua Erik— y desde que hemos empezado a salir cada día me gustas más.

—A mí también me gustas mucho —le digo mirándolo a los ojos—, me encanta estar contigo.

Todo es verdad, aunque no me sale decirlo de forma natural. Me parece muy buen chico, tiene un corazón enorme y además es muy guapo. Quiero conocerlo más. Supongo que el problema soy yo porque no consigo nunca expresar mis sentimientos.

—Pues no se nota —me corta rápidamente.

—¿Por qué dices eso?

Se queda mirándome. Creo que se ha dado cuenta de que me ha molestado.

—Disculpa —comienza diciendo—, es que… es que, veo a otras parejas y hablan más que nosotros, van de la mano, se dan más cariños. Y nosotros…

Le pongo un dedo en los labios con la única indicación posible.

Mi sonrisa ha conseguido que se relaje, me pongo en puntillas, le rodeo el cuello con mis brazos, él me mira desde su altura y pasa sus brazos por detrás de mi espalda.

Qué bien huele. Nunca le he preguntado qué colonia se pone porque parecería muy superficial, pero sé que no la venden en esta ciudad. Bueno, o al menos ninguno de los adultos y jóvenes que conozco la usa. Su figura esbelta y su pelo rubio corto está hoy más increíble que otros días por el jersey verde oliva de cuello alto que se ha puesto. Lleva pantalones vaqueros, pero no me ha dado tiempo a verle venir porque su cara se aproxima a la mía. Ha tomado la iniciativa y hoy me gusta. Ladea la cara hacia su izquierda y yo hacia la mía, sigue aproximándose hasta que por fin los labios no pueden juntarse más. Noto sus manos fuertes que me acarician la espalda. De arriba abajo, de abajo arriba. Todo mi cuerpo está pegado al suyo. Supongo que estará sintiendo toda la expresión inevitable de cada parte de mi cuerpo en contacto con la de él, como yo estoy notando lo que parece él ha dejado de controlar. Me gusta. Ya me pierdo, no sé ni dónde estoy. Es como si estuviera encima flotando en unas nubes y no quisiera que terminara el momento. Cómo me gusta Erik. Lo noto muy cercano. No es solo un beso, hay algo más.

—Perdón, perdón.

La voz de la pareja que acaba de salir del hotel con un carrito de bebé ha conseguido que me sonrojara y me separe inmediatamente de Erik. Estamos ocupando la pequeña acera de la calle y no pueden pasar.

—Disculpen —decimos los dos a la vez mientras, entre miradas cómplices, nos sonreímos el uno al otro.

Nos quedamos los dos de pie mientras la pareja se aleja hacia el paseo Constitución. Justo cuando giran a la derecha y antes de desaparecer, el hombre nos mira y con una leve sonrisa nos guiña el ojo.

Nos volvemos a mirar los dos, sonreímos y le cojo las dos manos.

—Erik, me gustas mucho y te aseguro que no pasa nada. La rara soy yo, como te dije la primera vez, eres el primer chico con el que salgo y a lo mejor soy yo la que no sabe comportarse.

Me resulta imposible explicarle que yo hace un año no era así. Hablaba mucho más con todos, más jovial, me encantaba estar rodeada de gente y hablar y hablar. Pero desde lo de mi padre, todo ha cambiado. No soy la misma.

Me pongo de puntillas y le doy un beso rápido sin que se lo espere.

—Estoy segura de que con este trabajo de Historia vamos a estar más tiempo juntos y nos lo pasaremos muy bien.

Le doy la mano con los dedos entrelazados apartándome un poco para no recibir más golpes de la prenda que lleva al cuello.

Me suelta la mano, pone su brazo derecho sobre los hombros y, como si hubiese adivinado lo que originó este momento, rodea nuestros cuellos con su bufanda. Así está mejor. Me gusta.

Seguimos caminando hacia el destino por la calle Tomás Castellano.

Cuando estamos a punto de llegar a la entrada de la iglesia de Santa Engracia rompo el silencio:

—¿Qué opinas de lo que pasó con la profesora de Historia?

Me mira como sorprendido por la pregunta, como si pensara que quiero cambiar de conversación.

—Muy raro. —Me mira mientras seguimos andando—. Nunca había visto algo así. Espero que no sea nada.

Sus palabras se me pierden en el infinito porque mi atención está con la señora que entra en la iglesia y está perdiendo el equilibrio. Casi se cae, si no fuera porque sus amigas la han sujetado. Se lleva la mano al oído derecho y, mientras la aparta para ver la palma a través de sus lentes de aumento, distingo el color rojo con el que se ha manchado.

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Autor: Glen Lapson © 2016

Editor: Fundacion ECUUP

Proyecto: Disequilibriums

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